“…Y ten presente, sobre todo, que los dos sois igual de hijos míos, y que yo no debo, ni quiero, tomar partido entre vosotros. Bastante tengo con cuidar de vuestras dos hermanas, que, sin mí, quedarían completamente desamparadas…”

Saturnina escribía con una concentración rara en ella, que solía hacerlo todo como pensando en otra cosa. Se diría que todas sus restantes energías estaban empeñadas en aquella carta. Pero es que esta vez se le echaba el mundo entero encima. Hasta ahora, por lo menos, sus hijos habían estado, o aparentado estar, unidos, y la apariencia, en su mundo de incertidumbres íntimas y conveniencias externas, era, en último término, suficiente, pero ahora, por primera, o casi primera vez en su vida, había llegado el momento de hablar con claridad a un hijo suyo sobre una cuestión que era importante para todos ellos, y lo insólito de la situación la estaba agotando.

Terminada la carta la firmó con su letra redonda, de persona que escribe poco, y la fecho con energía: “2-6-1915″, salpicando el papel con diminutas gotas de una tinta de un negro claro, como hollinoso, que se volvía marrón casi inmediatamente. Cerró los ojos un momento y la dirigió:”Cristino de Malalbear,Hotel Méjico, Madrid”; cerró el sobre y lo dejó sobre la mesa. Joaquina lo recogería, y estaría en Madrid sin tardanza: cuatro o cinco días, todo lo más.