Dédalo salió de la cueva al silencio de la noche. La luna lucía expectante como una oferta de encubrimiento. Tal vez, pensó, deberían volar bajo la luna; sortear ánimas errantes y sombras de la noche. Artemisa era una casta provocación a la prudencia del anonimato, humilde y mimética. Un círculo perfecto de luz señalaba el camino de cristal fosforescente sobre el mar de mercurio negro. Era más seguro volar bajo la luna , pero rechazó la idea.
A los ojos de cualquier observador simularían quimeras furtivas o figuraciones aladas que nadie iba a identificar con certeza. Dédalo deseaba ser visto a la luz del sol, incólume y brillante, mientras desplegaba en el aire todo el poder de sus conocimientos. Así burlaría a sus enemigos, pues no sólo estaba en juego su fama sino sobre todo su prestigio.
Cuando volvió al abrigo de la cueva no quiso despertar a Ícaro. Estaba decidido a asumir el riesgo de escapar durante el día.
A la mañana siguiente ambos salieron volando pero durante la travesía, tras unos dramáticos revoloteos, Ícaro cayó al mar. Cuando Dédalo se dio cuenta sólo pudo ver.